Ya no tengo corazón
–Justo vos, justo vos a quien vi llorar tantas veces como a una Magdalena— me dijiste, riéndote, cuando te afirmé que yo ya no tenía corazón.
Pero es cierto, a mi corazón lo dejé ya hace muchos años, quizás una eternidad -me cuesta medirlos-. Lo dejé en una tierra pobre y desolada a la que en sí no aprecio -la amo como bandera- y a la que, como están las cosas, difícilmente vuelva a ver. Quedó rodeado de muertos a quienes amé de manera tan rica como fugaz. Y quedó con ellos, vivo o también muerto… no lo sé. ¿Como podría explicártelo si no lo entiendo yo mismo?
Quizás si te cuento una historia…
Calixto Milapi, el chaqueño, era duro como los quebrachos que hachaba allá en sus pagos. Tan sufrido como simple y franco, con esa nobleza natural de nuestros gauchos -ahora esa palabra me suena a souvenir-, lleno de sabiduría mamada en los silencios, labrada en soledades.
Cuando nos conocimos, a principios de 1981, yo era un niño bien; universitario, sanisidrense, rugbier. Había caído en ese regimiento alejado por mero azar: no quise que me acomodaran porque «me las bancaba solo». Y aunque pudo haber sido por orgullo, fue de las mejores cosas que me pudieron haber pasado.
Aquel año conocí por vez primera lo que era mi país: me quejaba de la ropa, pero para muchos era la mejor que habían tenido en su vida; me quejaba de la comida -guisos y guisos-, pero otros la recordarían como la más abundante que hubiesen probado; al principio me quejaba de tantas cosas… A muchos les dieron allí su primer cepillo de dientes, es una estupidez lo que te digo, una nimiedad, pero vale.
Una vez pasado el fragor de la instrucción me puse a colaborar en la escuelita de la unidad y Calixto fue uno de mis «alumnos». Primeras letras, primeros números; le daba uno y recibía diez. Mientras torpemente dibujaba redondeles, me contaba lo que eran las zafras tucumanas, lo que era el trabajo en el monte, cómo se hacían los durmientes, los postes, tantas cosas…
El capellán un día organizó cursos de primera comunión, confirmación y perseverancia; fuimos con Calixto a anotarnos juntos, lo recuerdo como si fuese ahora. Esa vez me llevó él mientras me cantaba una copla que le había enseñado la abuela:
En esta vida emprestada
el buen vivir es la llave,
aquel que se salva sabe,
y el que no, no sabe nada.
Me dejó pasmado porque en su rusticidad sabía mucho más que yo en las teologías de mi colegio y de la universidad. Tiempo más tarde, en las trincheras, le pedía que me la cantase bien fuerte, le pedía que tapase con su voz el ruido de la artillería que nos golpeaba, y te juro que lo conseguía:
Sabe que te has de morir
que tienes gloria o infierno,
bueno o malo todo eterno
y que a juicio has de venir.
Así debes discurrir;
si tu vida es emprestada,
allí la disculpa enfada,
pues se salva en un momento,
el de buen entendimiento
y el que no, no sabe nada.
* * *
Ese primer tiempo pasó como han pasado tantos en la vida de los soldados: entre noblezas y miserias. Querría decirte que nos entrenaban como caballeros medievales, pero no. Si lo pienso, te diría que entonces todavía no conocía lo que era la verdadera vida militar, aquella de los grandes de la historia, y ante todo, que no la conocía porque no entendía para qué estaba allí, qué era eso de mandar y obedecer sin saber porqué, algo básico en una organización jerárquica como el ejército.
Dios quiso que la suerte cambiara y parte de nosotros fuésemos trasladados al Regimiento 52 de Infantería. Otro mundo. Por de pronto, recién allí le encontramos sentido a lo que hacíamos, el «Teco» sabía marcar el rumbo con su ejemplo. Conocés la historia.
Lo que no sabés es que una vez más la providencia me puso junto a Calixto y con él siguió mi aprendizaje hasta que llegamos a ser soldados «viejos». Obviamente, soñábamos con la baja, volver a casa, pero el año se estiraba. En marzo llegó la buena noticia para «el chaqueño» y te juro que sentimos una mezcla de dolor y alegría. Pero duró poco.
Cuando después del dos de abril lo vi volver, no lo podía creer. —¿Yo hubiese vuelto?—me preguntaba.
—No te puedo dejar solo porque sos un chambón —me dijo al abrazarme— después de todo soy buen tirador y a los ingleses les tengo ganas…
—Mirá negro que no vamos a poder ganar— dije con mi acostumbrado pesimismo.
—Lo que importa es luchar de una vez por lo nuestro— respondió.
Y hacia allí partimos con tanto fervor como incertidumbre. Recuerdo cómo nos hervía la sangre al escuchar las arengas del Teniente Coronel en el aeropuerto de las islas: estábamos fundando una nueva Argentina, eso era lo importante, no cuántos Harriers volteáramos, o cuántos buques hundiéramos. Que lucháramos con honor y Fe, que los ojos de nuestros padres y de nuestros hijos, por nacer aún, se posaban en nosotros.
Cuando arreciaba el bombardeo lo veíamos, sable en mano -sí, sable en mano, literalmente-, dándonos coraje. Y nosotros tratábamos de ser dignos hijos de nuestra tierra, dignos hijos de nuestros padres, dignos padres de nuestros hijos y dignos soldados de nuestro Jefe. Y lo fuimos, creo que lo fuimos. Y estoy seguro que desde lo alto los patricios de Saavedra, los infernales de Güemes, los colorados del monte nos miraban con orgullo.
No fueron muchos días; en fin: luchamos y perdimos.
Aunque no lo sabíamos ni lo esperábamos, estaba todo por terminar cuando las esquirlas de una bomba beluga me dejaron al chaqueño tendido al lado. Te imaginás mi impotencia. Vacié mi cargador al aire porque a ese maldito inglés, que volaba a miles de metros, jamás podría tocarlo.
—Que llamen al cura, hermano, que venga cuando pueda –pidió– Y vos, no me vengas a aflojar ahora.
Mientras lo evacuaban, me quedé mordiendo los dientes, secando mis ojos y esperando una revancha –que todavía no llegó.
* * *
Apenas volví a Buenos Aires fui a verlo al hospital con el alma destrozada. Parecía que quedaba poco del hombre duro que había conocido, pero sólo eran apariencias.
—¿Qué pasó desde entonces? –me preguntó– Es poco lo que me acuerdo y menos lo que me han dicho. ¿Cómo están los muchachos?
Le dije que nosotros habíamos entregado las armas solamente tres días después de la rendición –y creo que esta fue mi única verdad.
Le dije también que nos habían recibido como héroes desfilando por el puerto al son de innumerables bandas y entre multitudes orgullosas; le dije que la nueva Argentina había nacido, que su sangre y la de tantos no había sido vertida en vano; le dije… ¡qué sé yo!, ¡tantas otras mentiras! Sólo recuerdo que cada una me roía el alma. Te aseguro que me roían el alma… ¿Te creés que podía decirle que nos recibieron a escondidas y avergonzados? ¿Podía decirle que les había dolido más perder en el mundial de fútbol; que la Argentina cambiaba pero una vez más, para peor; que en poco tiempo nos despreciarían como «chicos» o «locos de la guerra»; que a nuestros jefes los ignoraban y los medios denostaban al ejército…? ¿Te creés que lo hubiese soportado? Ojalá que sí, pero murió antes de que tuviésemos el valor de contárselo.
—No me vengas a aflojar ahora– volvió a decirme el último día que lo vi.
Le pedí entonces que me volviese a cantar aquella copla de su abuela, pero ya no pudo.
Murió en brazos del Teniente Coronel en una sala de hospital, lejos de las medallas, lejos de los honores. Pero en el fondo, el camino del soldado Milapi había terminado, glorioso, allá en un pozo de zorro de Malvinas, donde quedó mi corazón. Y mi camino sigue, te juro que a veces no sé adonde.
Es por eso que a veces lloro «como una Magdalena». Ya no tengo corazón. Se me quedó en la turba, se me quedó en los sueños, se me quedó entre amigos que ya no tengo. Y me dejó esperando.
Volverá mi corazón cuando llegue el día aquel que espero: cuando bajen los jefes de Obligado , de Maipú, de Puerto Argentino… cuando retorne la justicia y vuelva a reír la primavera. Me vendrá a avisar el soldado Calixto Milapi y vendrán los otros. Y aunque viejo, quizás, lustraré mis botas, me vestiré de gala y con salvas mi fusil saludará al que viene.
Por ahora trato de no aflojar, pero cada tanto me detengo a oír mi corazón, que late allá en Malvinas, lejos, muy lejos de esta tierra que casi, ya no es mía.
Autor: CY Gabriel Aníbal Camilli
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