Por Mariano AGUAS. Politólogo. Docente UP/UNLaM. Director de Agenda Antártica
La relación entre Argentina y la Antártida es una de las historias más persistentes y silenciosas de nuestra política exterior. Desde hace más de un siglo, el país sostiene una presencia activa en el continente blanco, un compromiso que habla tanto de geografía como de convicción, y en el que la ciencia y la protección ambiental funcionan como instrumentos centrales de un realismo político que no suele decir su nombre, pero que ordena cada movimiento.
La proximidad geográfica, con Tierra del Fuego como umbral natural hacia el sur remoto, ha sido históricamente una ventaja logística y simbólica. La Base Orcadas, habitada de manera ininterrumpida desde 1904, es un recordatorio de cómo la Argentina construyó legitimidad en la región mucho antes de que existiera un sistema formal de gobernanza antártica. A ello se suma un hecho ineludible: nuestro país es miembro consultivo original del Tratado Antártico de 1959 y partícipe desde el inicio de un sistema que definió a la Antártida y sus mares circundantes como patrimonio común de la humanidad. Ese acuerdo, que congeló los reclamos territoriales sin reconocer soberanías, dejó en claro que los países reclamantes, incluida la Argentina, tienen intereses legítimos, aunque sin derechos soberanos reconocidos por la comunidad internacional. Pero también estableció que la presencia efectiva, sostenida y científica es la verdadera medida de influencia en el continente.
En esa lógica, la Antártida aparece como un espacio geopolítico donde ciencia, recursos naturales, rutas marítimas y diplomacia se entrelazan. No se trata solo de banderas en el hielo: es un escenario donde se anticipan debates globales sobre explotación, sustentabilidad y control del Atlántico Sur. Por eso la Argentina ha buscado mantener una voz activa en el Sistema del Tratado Antártico, un entramado institucional peculiar, autónomo y ajeno a los equilibrios de poder de la ONU. Allí no existe derecho a veto, y cada decisión requiere unanimidad. El sistema incluye acuerdos complementarios, como el Protocolo de Madrid sobre medio ambiente, y una Secretaría permanente radicada en Buenos Aires, una presencia que refuerza tanto el vínculo regional como la posición del país dentro del régimen antártico.
La diplomacia científica es otro de los pilares de este entramado. En la Antártida, hacer ciencia no es solamente producir conocimiento: es ejercer poder. La Argentina lo entendió desde temprano. La glaciología, la biología marina, la meteorología o las investigaciones sobre cambio climático no son solo disciplinas: son canales diplomáticos.

Fotografía: Mariano Aguas
La ciencia antártica opera como un idioma compartido incluso entre países con tensiones políticas, y habilita acuerdos, cooperación y presencia en espacios donde la palabra “soberanía” está congelada por el derecho internacional, pero donde la legitimidad se construye día a día.
La propia noción de diplomacia científica condensa este vínculo entre conocimiento y política exterior. La ciencia que informa decisiones diplomáticas, la diplomacia que habilita investigación y la cooperación científica que tiende puentes más allá de las diferencias: en los tres planos, Argentina ha logrado consolidar una posición destacada en el sistema antártico. Esa inserción es posible por la continuidad institucional del Instituto Antártico Argentino, la Dirección Nacional del Antártico y el Comando Conjunto Antártico, que sostienen un entramado de bases permanentes, Marambio, Carlini, Belgrano II, y una red de investigadores, técnicos y militares que hacen operativa la política antártica. Y también por la vinculación con universidades y centros de investigación del país, que forman nuevas generaciones de especialistas y fortalecen lo que podríamos llamar soberanía cognitiva: la capacidad de producir conocimiento propio sobre el territorio que se habita y se estudia.
El compromiso ambiental completa este triángulo estratégico y expresa, quizá mejor que ningún otro componente, la madurez del enfoque argentino en el continente blanco. La ratificación del Protocolo de Madrid —que prohíbe toda explotación minera y fija estrictos principios de conservación— fue más que un gesto diplomático: fue una declaración de intenciones sobre el tipo de actor que la Argentina aspira a ser en la gobernanza antártica. A ello se suma su participación, desde 1982, en la Comisión para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos, un foro clave donde se discuten los equilibrios ecológicos de una de las regiones más frágiles del planeta.
Pero la política ambiental no se sostiene solo en tratados. Requiere acciones concretas, muchas veces costosas y logísticamente complejas. El monitoreo de ecosistemas, el control de especies invasoras y la rigurosa gestión de residuos forman parte de cada campaña antártica, y suelen recaer en las Fuerzas Armadas, que cumplen un rol silencioso pero indispensable. Estas prácticas muestran que proteger el continente blanco no es un eslogan: es un esfuerzo sostenido que demanda recursos, continuidad y decisión política.
La dimensión simbólica también ocupa un lugar central en esta arquitectura. Museos, escuelas y organizaciones no gubernamentales contribuyen a instalar la Antártida como parte del imaginario nacional, un horizonte compartido que trasciende generaciones y se mantiene vivo en la educación y la divulgación. Esa difusión no solo educa: refuerza la idea de que lo que ocurre allí nos concierne, que la política antártica es también política doméstica, y que la sociedad argentina tiene un papel activo en sostener esa presencia histórica. A la vez, este entramado simbólico fortalece un vínculo emocional que da continuidad a las políticas de Estado.
Leer la política antártica argentina desde el realismo político permite comprender su lógica profunda. Los Estados persiguen poder e influencia, y la Argentina no es ajena a esa dinámica. La presencia científica, el compromiso ambiental y la continuidad logística no se explican únicamente por vocación ética: cumplen la función de incrementar el prestigio, la capacidad de decisión y el peso específico del país en un territorio que será decisivo en los debates globales del futuro. La ética y la ciencia, en este contexto, son también herramientas de poder blando.

Fotografía: Mariano Aguas
Ese poder blando complementa la ocupación efectiva y la diplomacia multilateral, pilares que mantienen vigente la legitimidad argentina en el Sistema del Tratado Antártico. Allí, donde el derecho internacional congela los reclamos territoriales, la presencia sostenida y el aporte científico se convierten en la verdadera moneda de influencia. Argentina ha sabido utilizar estas herramientas para conservar un lugar destacado en el sistema, aun en tiempos de inestabilidad política interna.
Argentina es, en definitiva, un país con intereses antárticos legítimos, históricos y estratégicos. En un mundo cada vez más competitivo, su capacidad para articular ciencia, sostenibilidad, logística y diplomacia será decisiva para sostener —y ampliar— su presencia en el continente blanco. La Antártida seguirá siendo un territorio dedicado a la paz y al conocimiento; el desafío consiste en que también permanezca como un espacio donde la Argentina pueda ejercer influencia, proyectar visión y defender sus intereses con inteligencia y responsabilidad.

Fotografía: Mariano Aguas
Argentina es un país con intereses antárticos legítimos, históricos y estratégicos. Su política científica y ambiental no solo responde a principios éticos, sino que constituye una herramienta de fortalecimiento geopolítico en el marco de una visión realista sobre nuestras capacidades actuales y futuras. En un escenario internacional cada vez más competitivo, la capacidad de articular conocimiento, sostenibilidad y presencia efectiva será clave para consolidar el liderazgo argentino en el continente blanco.
