Principios antiguos, dilemas nuevos. El derecho en la guerra.

Por Mesa Editorial de la Revista FORTÍN\

 

El Derecho Internacional Humanitario (DIH) nació como un intento de civilizar lo incivilizable: la guerra. El siglo XX —de las trincheras de 1914 a la devastación atómica de 1945, pasando por Vietnam, Argelia y Malvinas— mostró que las tecnologías de la violencia siempre se adelantaban a los marcos normativos. Hoy, con la invasión rusa a Ucrania y la proliferación de drones y sistemas con inteligencia artificial, el dilema reaparece con crudeza: ¿Cómo aplicar reglas concebidas para fusiles y bayonetas en un escenario de vigilancia satelital, enjambres de aeronaves
no tripuladas y algoritmos capaces de decidir en milisegundos? 

Las fronteras, el despliegue militar y el control estratégico del territorio son ejes fundamentales para garantizar la integridad y el desarrollo del país. Pero, ¿quiénes están llamados a pensar, gestionar y sostener estas políticas de defensa más allá del ámbito estrictamente militar? La formación en defensa nacional se vuelve clave para articular saberes técnicos, políticos y estratégicos que permitan fortalecer la capacidad estatal en este campo.

En ese contexto, el Ministerio de Defensa de Ucrania elaboró un Informe Voluntario sobre la Implementación del DIH, un documento de 122 páginas que constituye la primera experiencia de un Estado que, en medio de un conflicto de alta intensidad, explica cómo procura cumplir las normas humanitarias mientras combate.

En diálogo con Fortín, la coronel Inna Zavorotko, jefa de la Sección de Derecho Internacional, fue categórica: “Si existe voluntad política, es posible aplicar el derecho internacional humanitario incluso cuando el adversario lo desprecia”. El hecho de que un país bajo ataque produzca y difunda un informe de este tipo abre un interrogante central: ¿qué peso tiene la norma cuando la supervivencia nacional está en juego? Según Zavorotko, la publicación respondió a tres objetivos: compartir experiencia con socios internacionales, sostener apoyos diplomáticos y promover el respeto a las Convenciones de Ginebra. En su planteo, la adhesión al DIH no es un lujo ético, sino una herramienta de legitimidad política.

El mayor del Ejército ucraniano Maksym Tymochko reforzó esta idea: “No importa que el operador de un dron esté a kilómetros de la línea de frente. La obligación de cumplir con las reglas de distinción, proporcionalidad y necesidad militar sigue siendo la misma”. La distancia tecnológica no exonera de responsabilidad; su observación conecta la dimensión normativa con la realidad de la guerra contemporánea: si en los años setenta el debate giraba en torno a armas nucleares tácticas o al uso de napalm, hoy las decisiones de ataque dependen también de sistemas automatizados que procesan información y ejecutan órdenes en tiempo real.

En junio de 2024, las Fuerzas Armadas de Ucrania llevaron a cabo la Operación Spiderweb, la mayor ofensiva con drones en territorio ruso hasta la fecha. La misión apuntaba a neutralizar aeronaves rusas en un entorno saturado de guerra radioelectrónica, donde cualquier señal podía ser bloqueada en segundos. Para ello se emplearon drones equipados con inteligencia artificial capaz de sortear interferencias utilizando la red móvil rusa como canal de comunicación y, en caso de perder el control remoto, continuar la misión siguiendo el objetivo fijado. No fue un ejercicio de entrenamiento: la IA estaba integrada en combate real, con todas sus implicancias operativas, legales y éticas.

El episodio ilustra la rapidez con que las innovaciones tecnológicas pasan del desarrollo experimental al frente y expone una tensión central del DIH: hasta qué punto es admisible delegar decisiones letales a un algoritmo. Los asesores jurídicos ucranianos insisten en que no se puede permitir que un sistema actúe de manera completamente autónoma sin que el operador comprenda su lógica de decisión. Mientras esa “caja negra” permanezca opaca, la atribución de responsabilidades es incierta. El Artículo 36 del Protocolo Adicional I de las Convenciones de Ginebra obliga a los Estados a revisar todo nuevo medio o método de guerra antes de emplearlo. Ucrania ha incorporado ese requisito a su legislación y ha rechazado sistemas que no garantizaban suficiente control humano, pero la pregunta persiste: si un dron con IA comete un error fatal, ¿responde el Estado que lo utilizó o el fabricante que lo diseñó?

Zavorotko afirmó que la guerra ruso-ucraniana se caracteriza como la primera guerra de alta intensidad con drones a gran escala. Esta particularidad configura un cambio estructural: plataformas aéreas, terrestres y navales realizan vigilancia permanente sobre un frente de dos mil kilómetros, transportan suministros, evacúan heridos y ejecutan ataques de precisión. La magnitud de la Operación Spiderweb —117 drones desplegados simultáneamente contra cinco bases de la aviación estratégica rusa, dañando o destruyendo al menos una veintena de bombarderos— obligó a Rusia a dispersar su flota y expuso la vulnerabilidad de un componente clave de su disuasión nuclear.

No se trató solo de un golpe táctico: fue la demostración de que enjambres de artefactos relativamente económicos, con navegación autónoma y algoritmos de identificación automática , podían alterar el equilibrio estratégico global. Desde la perspectiva del DIH, cuanto más aumenta la precisión tecnológica de los ataques, mayor es la complejidad de los dilemas sobre responsabilidad,  proporcionalidad y control humano.

Las entrevistas trasladaron estas discusiones al terreno concreto. Tymochko ilustró un ejemplo límite: un soldado enemigo que levanta las manos frente a un dron en señal de rendición. “Si hay un ser humano detrás del control, la obligación de aceptar la rendición es plena”, afirmó. En otras palabras, la guerra a distancia no elimina la exigencia de humanidad. Zavorotko advirtió que el  estatuto de los combatientes se vuelve ambiguo en este marco: distinguir entre un herido que cesa de luchar, un miembro del personal médico o un objetivo militar legítimo depende de imágenes borrosas y decisiones tomadas en segundos.

Entre los nuevos dilemas surgen, por ejemplo, la simulación de rendición como táctica de combate y la protección de drones humanitarios: aunque un aparato marcado con la Cruz Roja debería gozar de inmunidad, identificar su carga en vuelo es casi imposible, y el riesgo de ataques por error o deliberados es alto. Otro rasgo decisivo en esta modalidad de conflicto mediada por la tecnología es la documentación sistemática en tiempo real. Tymochko relató que la videovigilancia con drones permitió registrar más de 170 ejecuciones sumarias de soldados que intentaban rendirse, material ya presentado ante la Corte Penal Internacional.

La guerra se convierte así en archivo: la evidencia audiovisual —que antes dependía de periodistas u organizaciones humanitarias— ahora es producida por los propios ejércitos, planteando interrogantes sobre memoria histórica y legitimidad, tanto en el frente como en los tribunales. “Necesitamos nuevas normas, pero hoy es imposible lograr un acuerdo global. Lo que queda es aplicar el espíritu del derecho internacional”, subrayó Zavorotko. Ese espíritu implica orientar la acción militar hacia la protección de civiles y combatientes
fuera de combate, aun cuando la letra de los convenios no mencione drones, ciberataques ni algoritmos.

Tymochko añadió: “Un Estado puede excusarse diciendo que, como los drones no están en Ginebra, el derecho no se aplica. Eso es un abuso deliberado de la norma”. La tensión entre reinterpretación creativa y manipulación oportunista no es nueva. Tras la Primera Guerra, el Protocolo de 1925 prohibió los gases tóxicos porque el derecho vigente resultaba insuficiente.