Reequipamiento y modernización de las Fuerzas Armadas: una reconstrucción necesaria

Por Mesa Editorial de la Revista FORTÍN  | Imagen. Crédito: zona-militar.com
El presente ha colocado en el centro del debate una cuestión postergada: la capacidad real del Estado argentino para sostener su defensa nacional en un escenario internacional cada vez más inestable. La llegada de Javier Milei a la presidencia y la designación de Luis Petri al frente del Ministerio de Defensa activaron una serie de decisiones orientadas a revertir décadas de desinversión, fragmentación institucional y subordinación estratégica.

No se trata sólo de una agenda técnica de modernización militar, sino de un intento –incipiente y aún condicionado– por redefinir el lugar de las Fuerzas Armadas en la arquitectura del poder nacional. Después de años de marginalidad presupuestaria, aislamiento político y subordinación discursiva, las Fuerzas reaparecen en el mapa como actores que el gobierno busca revalorizar, tanto por su función específica como por su proyección simbólica.

La adquisición de los cazas F-16, el reequipamiento en vigilancia marítima con los P-3 Orion, los simuladores de entrenamiento, la recuperación de capacidades blindadas del Ejército y la incorporación de aeronaves de transporte o patrullaje no son hechos menores. Tampoco lo es el alineamiento con estándares de interoperabilidad como los de la OTAN, que supone no sólo compatibilidades técnicas sino también una definición política: la elección de un marco de alianzas en el sistema internacional.

En paralelo, el Ejecutivo ha señalado la necesidad de una doctrina centrada en la soberanía, la libertad y la integridad territorial. Lo que en el discurso aparece como una ruptura con agendas anteriores –a las que se imputa haber subordinado la política de defensa a otras prioridades, como los derechos humanos o el enfoque de género–, en la práctica marca un giro que reactiva la función disuasiva del instrumento militar y lo reposiciona frente a amenazas estatales y no estatales.

No puede ignorarse el peso que tuvo, en los años posteriores al retorno democrático, una política que optó por reducir el protagonismo castrense en nombre de la estabilidad institucional. Esa decisión, en parte comprensible en su contexto, devino con el tiempo en una forma de desarticulación prolongada, justificada ideológicamente y con escaso sustento en la realidad estratégica del país. La deslegitimación social de las Fuerzas, sin traducción efectiva en otros instrumentos estatales de protección soberana, dejó zonas grises que aún hoy persisten.

En este sentido, la política de defensa que se impulsa desde diciembre de 2023 puede leerse como una tentativa de reconstrucción: no sólo del poder militar en términos materiales, sino también de su inserción institucional dentro del Estado argentino. Las medidas adoptadas en zonas de frontera, como el despliegue conjunto con las fuerzas de seguridad bajo reglas de empeñamiento claras, así como los acuerdos internacionales orientados a la cooperación operativa y tecnológica, indican una voluntad de articulación que no se verificaba desde hacía años.

Claro está: reequipar no es reformar, y modernizar no implica necesariamente democratizar. Las Fuerzas Armadas argentinas arrastran todavía una distancia compleja con la dirigencia política, una inercia burocrática difícil de quebrar, y una estructura operativa que requiere más que adquisiciones: necesita formación, conducción estratégica y un horizonte definido. La pregunta por el sentido de una defensa nacional en el siglo XXI –y qué modelo de desarrollo la sostiene– sigue abierta.

El balance inicial muestra una recuperación concreta de capacidades, pero sobre todo plantea un debate pendiente en la política argentina: ¿cuál es el lugar de lo militar en un país periférico, en tensión entre autonomía y dependencia? ¿Qué soberanía se defiende, y con qué medios?

La reconstrucción está en marcha. Su orientación final dependerá no sólo de la voluntad de un gobierno, sino de la madurez de un sistema político que históricamente ha preferido ignorar –o delegar– una de las funciones esenciales del Estado.