Por Mesa Editorial de la Revista FORTÍN
Las transformaciones recientes en la política de defensa argentina, marcadas por la reintroducción del instrumento militar en zonas de frontera, no solo reactivan debates jurídicos y doctrinarios. También obligan a repensar una dimensión frecuentemente relegada: el desarrollo de capacidades operativas.
Es decir, los recursos, saberes, estructuras y condiciones concretas que permiten al Estado sostener una acción militar eficaz, legalmente encuadrada y estratégicamente coherente frente a amenazas reales. Si la defensa territorial se redefine en el siglo XXI como defensa de márgenes difusos y escenarios complejos, entonces la pregunta clave es cómo se organiza, despliega y sostiene esa defensa en términos materiales y profesionales.
En abril de 2025, el Ministerio de Defensa anunció el lanzamiento del Operativo Julio Argentino Roca en las provincias del norte y noreste argentino. En ese contexto, hablar de capacidades no significa únicamente aludir a equipamiento, presupuesto o cantidad de efectivos. Significa comprender qué tipo de conocimiento organizacional, logística, interoperabilidad, doctrina de empleo, preparación táctica y marco legal permiten que ese despliegue tenga sentido. Significa, también, evaluar la forma en que ese conocimiento se activa en situaciones concretas —patrullajes, apoyo logístico, vigilancia territorial, tareas de reconocimiento, articulación con otras agencias— sin caer en una lógica de ocupación ni de sustitución de funciones civiles. En otras palabras: se trata de analizar cómo se ejerce la presencia militar en democracia sin disolver el principio de conducción política del instrumento militar.
A diferencia de otras experiencias en América Latina —como las de México o Brasil, donde la presencia militar en zonas de alta conflictividad interna muchas veces se tradujo en una militarización de facto de la seguridad pública— el caso argentino muestra una alternativa posible.
Las unidades desplegadas en el marco del Operativo Roca actúan dentro de un marco legal específico, sin tareas policiales, en espacios delimitados y en coordinación con autoridades políticas. El objetivo no es reemplazar a las fuerzas de seguridad, sino compensar las limitaciones del Estado en zonas de baja densidad institucional mediante una herramienta que posee una doble cualidad: capacidad de movilidad táctica y legitimidad territorial.
Desde el punto de vista doctrinario, esta operación implica un cambio de escala en el concepto de defensa territorial. No se trata de militarizar la política interior, sino de reconstruir capacidades estatales para ejercer soberanía en zonas donde el poder público se ha replegado o fragmentado. La dimensión operativa de la defensa territorial se vuelve entonces crucial: no alcanza con disponer de Fuerzas Armadas equipadas si no se asegura su despliegue, sostenimiento y articulación institucional bajo criterios estratégicos claros.
Este desafío involucra múltiples niveles. En primer lugar, el de la movilidad y sustentabilidad del despliegue. Las fronteras argentinas son extensas, porosas y de difícil acceso.
La cobertura territorial exige logística, transporte, sistemas de vigilancia, infraestructura, mantenimiento, comunicaciones seguras, inteligencia operativa y capacidad de respuesta rápida. En esa dirección, se ha comenzado a reforzar la infraestructura operativa con la incorporación de plataformas como el UAV Tehuelche, el entrenamiento de operadores de drones, y la recuperación de aeronaves de transporte y reconocimiento.
Además, la incorporación de nuevas aeronaves de instrucción como los Tecnam P2002 y de dos unidades del IA-63 Pampa III Bloque II forma parte de una transición técnica hacia medios más avanzados como los F-16M, cuya llegada se acompaña con inversiones en infraestructura en Tandil y Río Cuarto, y formación técnica para pilotos y personal de tierra. También se ha avanzado en la recuperación de radares de vigilancia aérea (como los modelos RPA-240T) y en el reequipamiento de unidades del Ejército con nuevos camiones tácticos, embarcaciones para la vigilancia fluvial, blindados de exploración y sistemas de comunicaciones seguras.
En segundo lugar, el problema de la interoperabilidad. La defensa territorial en democracia exige coordinación entre niveles del Estado: Fuerzas Armadas, autoridades provinciales, fuerzas de seguridad, organismos civiles, sistemas judiciales, servicios de emergencia. Cada actor tiene competencias distintas, pero todos operan sobre un mismo espacio físico y simbólico.
El desarrollo de capacidades conjuntas —en términos doctrinarios, operacionales y comunicacionales— es indispensable para evitar superposiciones, conflictos jurisdiccionales o respuestas fragmentarias. A tal fin, la participación argentina en 15 ejercicios combinados con fuerzas de América, Europa y África, así como el regreso al UNITAS y la ejecución de ejercicios bilaterales como el Passex Gringo-Gaucho II bajo estándares OTAN, evidencian una apuesta concreta por la interoperabilidad en escenarios reales y simulados. La conducción del Componente Conjunto Combinado de Fuerzas Aéreas en el ejercicio virtual PANAMAX 2024 es otro ejemplo de esta orientación.
En tercer lugar, la formación del personal. El tipo de operaciones que exige la defensa territorial actual —vigilancia de grandes extensiones, apoyo logístico, reconocimiento, despliegue prolongado, trabajo interagencial— requiere una preparación distinta a la del combate convencional. Implica habilidades técnicas, conocimiento del entorno, criterio político-administrativo, capacidad de adaptación y dominio de marcos normativos nacionales e internacionales. No se trata de formar soldados para una guerra tradicional, sino profesionales capaces de actuar en escenarios híbridos, con reglas precisas y bajo conducción política. En este punto, la formación universitaria dentro del sistema de defensa cobra un valor estratégico.
La profesionalización de los cuadros militares, su incorporación a carreras de grado y posgrado, y su vinculación con la producción académica permiten enriquecer el planeamiento, mejorar la calidad operativa y fortalecer el principio de legalidad en las intervenciones.
La defensa territorial requiere, además de medios materiales de defensa, reflexión crítica, planificación institucional y conocimiento interdisciplinario. La consolidación de trayectos académicos vinculados a la defensa territorial dentro de la Universidad de la Defensa Nacional, así como el impulso a investigaciones orientadas a la dimensión operativa de la defensa, son pasos necesarios para que el planeamiento no se reduzca a la programación de medios, sino que articule saberes civiles y militares en función de objetivos estratégicos compartidos.
Desde esta perspectiva, las capacidades operativas no son simplemente un conjunto de herramientas tecnológicas. Constituyen un sistema complejo que articula medios materiales, estructura organizacional, doctrina, formación, logística, inteligencia, comunicaciones y liderazgo bajo la conducción del poder político. Un radar, un dron o un avión no representan por sí solos una capacidad: lo hacen cuando se integran en un entramado que les da sentido estratégico, continuidad operativa y encuadre normativo.
Las capacidades operativas
no son neutras: expresan decisiones
sobre qué se defiende, cómo y para qué.
En otras palabras, las capacidades operacionales expresan una decisión política sobre qué rol deben cumplir las Fuerzas Armadas, cómo se las forma, con qué recursos se las equipa y qué marcos de actuación se les asigna. Su construcción no es un acto técnico, sino profundamente político: es el modo en que un Estado decide ejercer soberanía con racionalidad, previsión y responsabilidad institucional.
Por último, hay una dimensión política que no puede omitirse. Las capacidades operativas no son neutras: expresan decisiones sobre qué se defiende, cómo y para qué. La defensa territorial implica una idea de país, de desarrollo y de soberanía. Apostar a su reconstrucción es apostar a una presencia estatal más densa, más articulada y más justa en los márgenes del territorio nacional. Esa tarea no se agota en una política sectorial, sino que interpela el conjunto del proyecto nacional.
La experiencia reciente muestra que es posible intervenir con racionalidad, profesionalismo y apego al marco legal, evitando los atajos represivos o las respuestas espectaculares. Pero también evidencia las fragilidades del Estado para sostener esa intervención en el tiempo. De allí la necesidad de pensar la defensa territorial no solo como una doctrina, sino como un sistema de capacidades concretas: organizacionales, materiales, humanas, institucionales. Sin ese andamiaje, la presencia militar en el territorio corre el riesgo de diluirse en gestos episódicos. Con él, puede transformarse en una herramienta legítima de afirmación soberana y reconstrucción estatal en zonas históricamente relegadas.