Geopolítica hemisférica: Nuevos alineamientos y desafíos para la defensa regional. ¿Quo vadis?

Por Juan José Borrell, Profesor titular de “Geopolítica”, Universidad de la Defensa Nacional (MEG-ESG y FADENA, UNDEF)  

Estados Unidos ajusta su estrategia exterior y redefine el orden global. En este nuevo escenario, Argentina se enfrenta al desafío de adaptar su política de Defensa y relaciones internacionales a un contexto más inestable y competitivo.

Desde la asunción, a comienzos de este año 2025, de Donald Trump para una segunda presidencia en los Estados Unidos, sucedieron una serie de giros en la política internacional. Con algo de distancia ya de la sobreactuación mediática inicial y del impacto inmediato de las medidas proteccionistas sobre las finanzas globales, cabe formular una breve reflexión sobre la posición más conveniente para la Argentina frente al convulsionado tablero geopolítico mundial.

En los últimos meses, de las diversas opiniones al respecto desde el ámbito Defensa, se desprende un interrogante central: si es factible para la Argentina accionar sin condicionamientos externos o, por el contrario, existen reglas tácitas que imponen restricciones e implican la adopción de un alineamiento a alguna potencia. Dejando de lado la nebulosa idealista que distrae de lo estratégico y de lo gravitante para el interés nacional, ¿cuáles son hoy las señales globales que indican un rumbo geopolítico a tener en cuenta?

A principios del mes de abril, el Secretario de Defensa estadounidense, Pete Hegseth, en visita especial a Panamá, afirmó que “el creciente y hostil control por parte de China de territorios estratégicos e infraestructuras críticas en este hemisferio no puede y no podrá perdurar”. Junto con autoridades del país centroamericano, firmó un memorándum para reinstalar bases militares y asegurar que China no opere en el canal interoceánico. Según la nota publicada el 9 de abril por el Departamento de Defensa en su sitio web, para el Gobierno de Estados Unidos “la era de la capitulación ante la coerción por parte de los comunistas chinos ha terminado”.

Mientras algunos malinterpretan como un síntoma de debilidad la intención de la gestión Trump de concertar con Rusia un alto el fuego en Ucrania, o se mofan de las marchas y contramarchas arancelarias respecto a Europa y China, sin distinguir entre comercio exterior y asuntos estratégicos, y con diagnósticos prematuros sobre un eventual ‘fin del orden global’ centrado en la hegemonía de los Estados Unidos, la superpotencia militar del norte reacomoda sus prioridades geoestratégicas de acuerdo con una visión realista. Ante la tendencia mundial hacia la multipolaridad —esto es, la conformación de bloques regionales y potencias medias emergentes—, Washington parece estar replegándose sobre el hemisferio occidental.

Washington parece estar replegándose sobre el hemisferio occidental: un giro estratégico que implica priorizar su entorno geográfico inmediato, consolidar una pan-región americana y reconfigurar sus esferas de influencia ante el avance de potencias extrahemisféricas.

Según esta concepción pragmática de la geopolítica, una prioridad histórica de los Estados Unidos es articular una pan-región americana, iniciativa incluso anterior a su proyección sobre Europa desde la Primera Guerra Mundial. Esto implica que busque jerarquizar intereses espacialmente más cercanos y anteponga una realpolitik con el vecindario americano. Para asegurar el núcleo continental, Estados Unidos tenderá naturalmente a gravitar en un eje vertical proyectando esferas de influencia. Esta es la clave para entender la “visita” a Panamá, más allá del discurso con algo de cosmética macartista respecto al gigante asiático.

En la misma línea, a principios de año Trump refirió sobre sus vecinos geográficos del norte: manifestó la intención de que Canadá pase a ser otro estado más de la Unión y también propuso adquirir Groenlandia a Dinamarca. Más allá de que tales planteos puedan o no concretarse, la retórica revisionista quebró lo diplomáticamente correcto dentro del bloque aliado europeo y alteró la percepción de la zona de confort del Commonwealth británico. El silencio total al respecto del primer ministro Sir Keir Starmer frente a la airada protesta de su par canadiense habla por sí mismo.

Washington parece estar replegándose sobre el hemisferio occidental: un giro estratégico que implica priorizar su entorno geográfico inmediato, consolidar una pan-región americana y reconfigurar sus esferas de influencia ante el avance de potencias extrahemisféricas.

Un Estados Unidos de (una Gran) Norteamérica ampliado territorialmente desde el Ártico hasta las alambradas antiinmigrantes contra México y el Golfo (renombrado “de América”), más los enclaves y bases navales en el Caribe consolidando la figura geopolítica de un “Mediterráneo estadounidense”, ¿no legitimaría un efecto contagio de anexiones en el continente euroasiático? Para el Washington republicano actual, las potencias rivales —Rusia y China— están respectivamente: una, librando una guerra defensiva en su propia frontera; y otra, en una expansión de naturaleza no militar. Además, parecieran ser conscientes de que impulsar obtusamente un orden globalista más allá de cierto límite conlleva el riesgo de sobreestiramiento y fractura.

La crispación por los dichos de Trump —o del incisivo vicepresidente James Vance en la cumbre OTAN de febrero en Múnich— no parece proceder del deseo de frenar la guerra en suelo europeo. De hecho, la escalada que impulsan Londres y la Unión Europea avanza hacia una colisión contra el impávido iceberg ruso. Desde un panorama macro, no sería hoy Washington quien presiona para extender el escenario bélico del Donbás hasta París. El 27 de abril, Boris Pistorius, Ministro de Defensa alemán, declaró que continuaría la ayuda militar a Ucrania ante las condiciones de paz propuestas por el premier estadounidense; mientras que Emmanuel Macron instó a los aliados occidentales a incrementar las presiones y escalar contra Rusia. Desde marzo, Francia oferta como garantía de disuasión su sistema de armas nucleares.

En el tablero euroasiático, como definía el estratego Zbigniew Brzezinski, actualmente el papel conservador que juega Estados Unidos significa que llegó el momento de reordenar y apacentar Ucrania: es decir, tomar tierra fértil, extraer recursos naturales y cobrar la “ayuda” prestada para el esfuerzo bélico. Para quienes vaticinan una derrota de Occidente, cabe aclarar que congelar la contienda no implica una atrofia del músculo militar, ni en absoluto desmantelar más de 120 bases estadounidenses entre el Mar del Norte y el Extremo Oriente, ni repatriar más de 150.000 tropas, ni expulsar de la OTAN a los países incorporados en las últimas tres décadas, ni retraer la frontera a Berlín como en 1989.

ARGENTINA Y EL MARGEN DE ACCIÓN

Ante estas tendencias del contexto mundial, cabe preguntarse si es conveniente para la Argentina continuar involucrándose en escenarios de conflicto lejanos y de baja relevancia estratégica, con costos diplomáticos inciertos, o bien reorientar su política exterior en consonancia con su tradición de contribuir a la estabilidad regional. Los hechos actuales ponen de relieve la importancia de haber interpretado las señales y ajustado el rumbo frente a los cambios estratégicos impulsados por las grandes potencias.

La creciente relevancia geoestratégica del espacio ampliado del Atlántico Sur y de la Antártida, en el marco de una competencia global más intensa, plantea a la Argentina el desafío de fortalecer sus vínculos regionales y continentales. Con la octava superficie territorial del mundo y una extensa zona marítima —ocupada en parte y disputada su soberanía por potencias extrarregionales—, el país enfrenta la necesidad de seguir desarrollando capacidades. Si bien persisten limitaciones, las decisiones recientes reflejan una orientación política que busca avanzar dentro de los márgenes de posibilidad que impone el escenario internacional. En un contexto donde las potencias continúan ampliando su presencia, el reto para Argentina es mantener el rumbo y acelerar su proyección.