Por Santiago Marafuscchi Phillips \ Secretario General de la Facultad de DefensaNacional (UNDEF)
Desde sus orígenes, el Estado argentino se pensó desde el centro, pero se afirmó en los bordes. La frontera, antes que una línea, fue un territorio de disputa: allí se jugaba la soberanía, allí se desplegaban los fortines, allí estaban los soldados del Ejército nacional. Más de un siglo después, con otros lenguajes y otras amenazas, ese escenario vuelve a activarse. El Operativo Julio Argentino Roca, lanzado en abril de 2025 por el Ministerio de Defensa, reintroduce a las Fuerzas Armadas en un espacio estratégico largamente descuidado: las zonas de frontera norte y noreste, donde el Estado no siempre logra ejercer plenamente su autoridad. Lejos de ser un episodio aislado, este operativo abre una discusión más profunda sobre el lugar de lo militar en la arquitectura institucional argentina frente a amenazas complejas.
El despliegue, que incluye hasta 10.000 efectivos —1.300 en forma permanente—, no interviene en centros urbanos ni en pasos fronterizos habilitados. Se sitúa en zonas rurales, territorios intermedios donde convergen flujos ilegales, redes criminales transnacionales y vacíos de control estatal. El objetivo declarado es asistir al sistema de seguridad interior en la contención del narcotráfico, el contrabando y la trata de personas. Pero el trasfondo real es otro: cómo actuar frente a una estructura de amenazas que no se ajusta a las categorías clásicas del derecho ni a la segmentación funcional del Estado argentino. Como señaló Giorgio Agamben en Estado de excepción (2003), el espacio donde la ley se suspende no es un vacío, sino una zona de indistinción entre lo legal y lo fáctico. Las regiones intervenidas son precisamente esos interregnos donde el narcotráfico, el contrabando y la trata tejen su cartografía paralela.
El antecedente histórico, inevitable, es la política de frontera del siglo XIX. Cuando Roca organizó la campaña al desierto y la red de fortines que la precedió, lo hizo bajo un principio elemental: sin presencia militar, no hay integración territorial. Los oficiales del Ejército, distribuidos en la vasta línea que dividía la Argentina formal de sus márgenes informales, no solo portaban armas. También portaban el mandato del Estado. Desde entonces, el repliegue del instrumento militar de esas funciones no fue acompañado por una alternativa institucional sólida. En muchas zonas, lo que quedó fue un vacío, y ese vacío fue ocupado.
Cuando Roca organizó la campaña al desierto y la red de fortines que la precedió, lo hizo bajo un principio elemental: sin presencia militar, no hay integración territorial.
El paralelismo con la campaña del desierto no es casual, pero demanda adecuaciones para ser apropiado. Roca enfrentó en su época un Enemigo visible: El malón, las tolderías, los renegados y todo el vasto abanico de desafíos proveniente lo que los cronistas de la época denominaban “tierra adentro”. Hoy, las amenazas se revelan líquidas, complejas y escurridizas: redes transnacionales, capitales ilegales que fluyen como el agua, y una violencia sin uniforme. En estos territorios, la excepción se ha vuelto norma. Ya no se trata solo del delito. Lo que está en juego es la capacidad del Estado para sostener su autoridad en el territorio.
En ese contexto, el Operativo Roca funciona como caso testigo. Su legalidad fue asegurada por la resolución 347/2025, que se apoya en el Decreto Reglamentario 1112/2024 y en la Ley de Defensa Nacional. El nuevo marco normativo, lejos de implicar una “militarización” en sentido estricto, redefine el rol de las Fuerzas Armadas frente a agresiones que, si bien no provienen de ejércitos regulares extranjeros, sí afectan la soberanía y comprometen la seguridad nacional. La crítica que por años dominó el debate público —el miedo a cualquier forma de participación militar— pasó por alto que la omisión también es una forma de violencia institucional: permitir que ciertas zonas queden bajo control fáctico de actores ilegales, por inacción o por inhibiciones doctrinarias.
El Decreto 727/06 —que limitaba a las Fuerzas Armadas a la hipótesis de guerra interestatal— era, en palabras del analista Ezequiel Abásolo, “una ficción legal en un mundo donde las amenazas ya no llevan bandera”. El Congreso, al sancionar la Ley de Defensa Nacional, no distinguió entre agresiones estatales y no estatales. El Decreto 1112 corrige ese error y restituye al instrumento militar su función constitucional: actuar ante amenazas externas, incluso si estas no adoptan las formas tradicionales.
El problema de fondo no es jurídico, sino político. ¿Puede la democracia emplear a las Fuerzas Armadas sin perder su legitimidad? El interrogante sigue abierto, pero lo cierto es que los mecanismos de conducción política existen, las reglas de empeñamiento fueron redactadas con criterios de proporcionalidad y los márgenes de actuación están limitados al espacio rural y no urbano. La democracia tiene derecho —y deber— de defenderse, incluso en sus zonas más frágiles.
Autor de la fotografía: Martin Gallino | Copyright: Martin Gallino
El desafío, por tanto, no es solo táctico. Es estratégico y cultural. Supone reconocer que la defensa nacional ya no puede definirse exclusivamente por la hipótesis de guerra. Supone también
recuperar una lógica de integración territorial que no se limite a la presencia simbólica del Estado. En ese sentido, el paralelo histórico con los fortines del siglo XIX no es presencia simbólica del Estado. En ese sentido, el paralelo histórico con los fortines del siglo XIX no es una reivindicación, sino una advertencia. Allí donde no hay Estado, hay otro poder. Y cuando ese poder es ilegal, la inacción equivale a la cesión. El Operativo Roca puede ser el primer paso hacia una política de defensa que recupere su vocación territorial sin caer en la tentación de la ocupación interna.
Una defensa nacional asentada en la legalidad, articulada con otros niveles del Estado, pero con capacidad de actuar cuando las amenazas lo exigen. Las Fuerzas Armadas no son una fuerza de seguridad, pero sí pueden —y deben— contribuir a sostener la soberanía y proteger a la población. La frontera es uno de esos escenarios.
En los más estrictos términos foucaulteanos, el poder no se posee; se ejerce en una trama de relaciones. Si el Estado no actúa en los márgenes, otros lo harán. La pregunta no es si los soldados
deben estar allí, sino qué tipo de soberanía queremos construir: una que tolere zonas liberadas o una que, como en el mito hobbesiano, asegure que ningún ciudadano viva bajo el miedo. En tiempos de fragmentación, recuperar el Estado en los márgenes no es solo una política: es una forma de continuidad histórica.