A 60 años de la Operación 90, la epopeya transpolar argentina

Por Paola Di Chiaro, Secretaria de Malvinas, Antártida, Política Oceánica y Atlántico Sur. Cancillería

La medianoche antártica en ocasiones se da en forma de un sol blanco, y en otras puede convertirse en una pared de viento. Entre octubre y diciembre de 1965 fue ambas cosas para un grupo de diez argentinos que con el objetivo de alcanzar el polo sur geográfico partió lenta pero decididamente desde nuestra Base Belgrano. Al mando de la expedición del ejército estaba el entonces Coronel Jorge Edgard Leal, equipado con seis Sno-Cat y varios trineos que crujían a casi 40 grados bajo cero. Los acompañaba una certeza tan áspera como el terreno: el objetivo no era llegar a un punto en el mapa; era demostrar que el territorio reclamado se sostiene no sólo en razones jurídicas, geográficas o históricas, sino en la capacidad real de moverse por él en toda su extensión. Esa osadía que, como recuerda el propio Leal en sus memorias, muchos observaban con incredulidad y hasta era motivo de burlas, se volvió realidad convirtiéndose en pieza de voluntad, método y soberanía.

En el 60º aniversario de aquella epopeya, se abren ante nosotros nuevos polos sur que alcanzar para afianzar nuestros derechos de soberanía sobre el Sector Antártico Argentino. Contamos con herramientas insoslayables para hacerlo: producir más y mejor ciencia para conocer y proteger el territorio; profundizar la cooperación internacional y la diplomacia para garantizar la continuidad de la paz mediante la consolidación del Sistema del Tratado Antártico; y desplegar una logística al servicio de estos objetivos, capaz de sostener la actividad científica en un entorno complejo y en condiciones extremas.

 

Un tiempo de carreras largas (y paciencia estratégica)

La primera persona en alcanzar el Polo Sur fue el noruego Roald Amundsen, el 14 de diciembre de 1911, seguido un mes después por el británico Robert Falcon Scott, que no sobrevivió para contarlo. Cerrada esa carrera frenética, pasarían décadas hasta que alguien volviera a poner un pie en ese lugar inhóspito.

La presencia en el paralelo 90 sur volvió a cobrar relevancia en 1954 durante la Conferencia preparatoria del Año Geofísico Internacional, en la cual se planteó la conveniencia científica de instalar una base en ese Polo. Sin la participación de la URSS, y en una puja propia de la Guerra Fría, los Estados Unidos asumieron el compromiso de construir la Base Amundsen-Scott. Como relata Rodolfo Sánchez en Antártida, introducción a un continente remoto, a esas iniciativas se sumaron tanto las expediciones del Reino Unido, Australia, Nueva Zelandia y Sudáfrica que buscaron atravesar el continente por rutas simultáneas, como la comandada por el soviético A. G. Dralkin, que llegó al Polo acompañado por quince hombres en una campaña geosísmica y glaciológica.

El primer argentino en plantear seriamente ese objetivo e intentar alcanzarlo fue el General Hernán Pujato: explorador polar de referencia e impulsor de la primera institución científica del mundo dedicada exclusivamente a la Antártida, el Instituto Antártico Argentino. Desde mediados de los años cuarenta Pujato soñaba con esa hazaña, pero recién en 1955 pudo encarar la fase final al instalarse Belgrano I, base “bajo hielo” y, por entonces, la más austral del planeta (Pablo Fontana, “El Polo Sur en escena: el cine y las primeras expediciones argentinas al Polo Sur”). Con ese antecedente, la década del sesenta vio a las tres Fuerzas Armadas alcanzar el Polo: primero la Aviación Naval (1962) y luego la Fuerza Aérea (noviembre de 1965). Faltaba la vía más exigente: la terrestre.

Una misión previa resultó decisiva: establecer una base intermedia en la ruta al Polo. Una construcción que demandaría dos años se concretó en solo unos meses gracias al trabajo de un grupo de veteranos antárticos. El 2 de abril de 1965, antes de la noche polar, se inauguró la base Doctor Sobral, creada para comprimir cronogramas y habilitar un salto logístico largamente planificado.

Con los últimos ajustes de personal y equipos, el 26 de octubre de 1965, a las 10:00, y tras un emotivo discurso, el Coronel Leal y su grupo de oficiales partieron desde Belgrano I. Dos días después alcanzaron a la Patrulla 82, integrada por cuatro oficiales y dieciocho perros que abrían camino oliendo grietas invisibles bajo puentes de nieve delgados como vidrio. Nueve días más tarde, tras 500 km recorridos sobre la barrera helada, llegaron a la base Sobral para reparar trineos y reorganizar cargas. Ya tenían la primera mitad del rompecabezas logístico.

 

 

El valor de una hazaña no es la épica: es el método

El Coronel Leal era un referente indiscutido del Ejército en materia antártica. Ya había estado al frente de tres bases (Esperanza, San Martín y Belgrano) y había viajado como asesor de la delegación argentina a la Conferencia Antártica de Canberra (1961). Sin embargo, lo que él y sus hombres vivirían en la segunda parte del viaje era otra cosa: una marcha sobre una pampa blanca minada de temporales, grietas y sastrugis gigantes (crestas o surcos ondulados y afilados que se forman en la superficie de la nieve por la erosión del viento), sólo interrumpida por interminables partidas de truco bajo carpa en el bautizado “Campamento Desolación”. A ello se sumaba la fragilidad de los puentes de nieve, que se quebraban sin descanso y amenazaban con tragarse vehículos y tripulantes. Por fortuna, el vacío azul solo se llevó algunos trineos con suministros. Seguir adelante cuando la brújula dejó de servir y la navegación solar se volvió el único recurso confiable fue parte de esa combinación de audacia y método.

En paralelo, la columna hacía ciencia: meteorología, glaciología, gravimetría, magnetismo, topografía. No eran figurantes de una foto: eran técnicos y militares levantando datos útiles, con la cooperación del Instituto Antártico Argentino, el Servicio Meteorológico Nacional, YPF y el Instituto Geográfico Militar. La hazaña no era solo llegar: era medir y traer.

Cuesta imaginar lo qué sentían Leal y los suyos. Lo resumen fielmente Larrea y Balmaceda en Antártida. Historias desconocidas e increíbles: “…el suelo que pisábamos era totalmente desconocido, y los peligros también. Ni sabíamos si íbamos a llegar. Sabíamos que hacíamos lo imposible por consolidar nuestros derechos de soberanía poniendo la bandera en el Polo Sur.”

Tras cuarenta y cinco días de marchas, ajustes y amagos de desistir, el topógrafo Adolfo Moreno calculó que el Polo estaba a 45 km. Leal ordenó alistar cargas y vehículos. Horas después, la columna llegó al vórtice de los 90° S: mástil, bandera, himno, abrazos y lágrimas sin pudor. En la cercana base Amundsen–Scott, los estadounidenses primero los confundieron con soviéticos. Leal recordaba, entre risas, que la desconfianza inicial se basaba en un malentendido cromático: “El que había bajado les dijo que había tipos vestidos de rojo. Después nos confesaron que creían que éramos soviéticos. Era la Guerra Fría. Les decíamos: ‘No, somos argentinos; esta es nuestra bandera’”.

Superada la confusión, fueron recibidos y compartieron instalaciones, comida y un whisky de cortesía. Así cerraba una marcha larga para la historia antártica argentina. La expedición dejó una bandera en un mástil improvisado que hoy es Sitio y Monumento Histórico Nº 1 del Sistema del Tratado Antártico: la instalación más austral de la República Argentina en su territorio. Ironías del destino: fue un salteño de nuestra Puna como Leal quien se convirtió en el primer jefe de expedición argentino y latinoamericano en alcanzar aquellas latitudes tan preciadas.

Buenos Aires los recibió con flores, agasajos y el reconocimiento que esa hazaña otorgaba a la capacidad nacional. Más tarde, a Leal lo esperarían nuevas responsabilidades como Director Nacional del Antártico (1970–1972 y 1990–1999). Desde allí impulsó la implementación de la Política Nacional

Antártica (Decreto 2316/90) y la creación de la Reunión de Administradores de Programas Antárticos Latinoamericanos (RAPAL).


Un nuevo Polo Sur

 

El periodo en el que se enmarca la Operación 90 estuvo antecedido por la firma del Tratado Antártico (1º de diciembre de 1959). Como señala Fontana en La pugna antártica, el Tratado implicó “una internacionalización limitada del continente y la suspensión de los reclamos de soberanía, pero no su negación”. Se cautelaron los reclamos territoriales de la Argentina, Australia, Chile, Francia, Noruega, Nueva Zelandia y el Reino Unido y, a la vez, se estableció un régimen de uso pacífico del continente. El artículo 1 dispone que la Antártida “se utilizará exclusivamente para fines pacíficos”, prohibiendo bases y maniobras militares o ensayos de armas, sin impedir el empleo de personal o equipos militares con fines pacíficos, como el apoyo logístico a la actividad científica. En ese contexto, la Operación 90 dio espesor a una narrativa de presencia efectiva, continuidad y competencia técnica de la Argentina en su sector antártico, de una manera compatible con el régimen del Tratado.

En el plano histórico operacional, la Operación 90 consolidó capacidades propias: planeamiento polar, sostenimiento logístico y ejecución de tareas científicas en condiciones extremas, tales como operar sin referencias confiables de la brújula, integrando ciencia y operatividad. Esa experiencia, y el aprendizaje que involucró—más que la foto— es lo que verdaderamente enriqueció la caja de herramientas de una política pública integral que sigue vigente. No fue un gesto aislado, sino un hito dentro de una política de Estado, al igual que lo fueron la primera invernada que tuvo como protagonista a Sobral en 1902, o la toma de posesión del Observatorio Meteorológico en las Islas Orcadas del Sur en 1904, dando origen a la base más antigua del continente.

Coronel Jorge Edgard Leal, Ricardo Bautista Ceppi, Gustavo Adolfo Giró Tapper, Julio César Ortiz, Alfredo Florencio Pérez, Jorge Raúl Rodríguez, Roberto Humberto Carrión, Adolfo Oscar Moreno,
Domingo Zacarías, y el cabo Oscar Ramón Alfonso.

 

A nivel internacional, la expedición proyectó prestigio científico–técnico y elevó el perfil de la Argentina en el Sistema del Tratado Antártico, demostrando que la presencia permanente podía traducirse en exploración de largo alcance, recolección de datos científicos y cooperación, sin desnaturalizar el carácter pacífico y ambientalmente responsable que exige el régimen. Desde aquellos primeros hitos de cooperación, Año Geofísico Internacional y  negociación del Tratado Antártico, pasaron más de sesenta y cinco años.

La Antártida sigue siendo una plataforma de conocimiento y cooperación, con nuevos desafíos, pero el mismo espíritu.

La hazaña de 1965 ayudó a consolidar a nuestro país como actor relevante y fiable en el Sistema del Tratado Antártico, en cuyo ámbito toda legitimidad nace de la contribución a la paz, la investigación científica, la cooperación internacional y la protección del ambiente. Ese aprendizaje llega hasta nuestros días.

Siguiendo el ejemplo de hombres como Leal y los oficiales de la Operación 90, nuestro país persigue un nuevo “polo sur” a conquistar. Estos desafíos requieren estar a la altura de las circunstancias y de ese legado, produciendo más y mejor ciencia, y sosteniendo una logística inteligente para mantener a la Argentina en la vanguardia del conocimiento antártico. Ese esfuerzo exige, además, una acción exterior intensa y sostenida: diplomacia activa que mantenga al país como promotor y actor central de un sistema cada vez más robusto y eficaz; garantía de una amplia zona de paz en nuestra frontera sur y de conservación de los recursos vivos marinos que rodean al continente. 

Este horizonte implica también ejercer de manera regular las facultades de inspección previstas en el artículo 7 del Tratado Antártico, visitando estaciones e instalaciones para verificar el cumplimiento del régimen, y en el artículo 24 de la Convención para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos (CCRVMA), vigilando la actividad de buques pesqueros que operan en su área de aplicación. Estas últimas tareas resultan esenciales para resguardar el interés económico del país a largo plazo al prevenir la pesca ilegal, no declarada y no reglamentada (INDNR) en tales espacios. En esa línea, cobran relevancia iniciativas como la propuesta de un Área Marina Protegida en la Península Antártica y el Arco de Scotia, para conocer y proteger mejor los recursos vivos marinos y ecosistemas de esta región crucial.

A sesenta años de aquella hazaña, en esa tierra que Leal definió como “la más fría y tempestuosa del planeta, reacia a los hombres, perros y máquinas”, nos corresponde profundizar el trabajo para aumentar la influencia argentina en la toma de decisiones de los foros antárticos, convirtiendo el prestigio científico y logístico acumulado en capacidad sostenida y en soberanía efectiva.