Por Mesa Editorial de la Revista FORTÍN\
El 7 de agosto de 2008 comenzó una guerra breve pero decisiva que marcaría no solo la historia de Georgia, sino la dinámica de seguridad de toda la región del Mar Negro. Rusia lanzó una ofensiva terrestre, aérea y naval contra un país que, apenas dos décadas antes, había recuperado su independencia tras el colapso de la Unión Soviética.
En apenas cinco días de combate, Moscú ocupó territorios estratégicos, reconoció como independientes a Abjasia y Osetia del Sur y quebró la soberanía georgiana. Lo que a simple vista parecía un conflicto local se reveló como un laboratorio de estrategias y tácticas de poder que anticiparían, años más tarde, el patrón de agresión en Ucrania.
El embajador de Georgia en Argentina, Gvaram Khandamishvili, recordó que la agresión rusa no fue improvisada: se planificó con antelación, con objetivos claros y estructurados. Desde 2006, Moscú había comenzado a desplegar tropas, a realizar ejercicios militares cercanos a la frontera georgiana y a consolidar posiciones en Abjasia y Osetia del Sur. El conflicto fue precedido por campañas de discriminación e intimidación hacia la población georgiana en estas regiones, obligando a obtener pasaportes rusos, deportaciones masivas y un proceso sostenido de limpieza étnica que desde los años noventa había desplazado a cerca de medio millón de personas.
La guerra no surgió de la nada; fue la culminación de años de preparación política y militar. Históricamente, la relación entre Georgia y Rusia estuvo marcada por la expansión imperial. Khandamishvili recordó cómo la anexión del reino de Kartli-Kheti en 1801 violó el tratado de Georgievsk de 1783, que garantizaba la seguridad georgiana, y cómo la ocupación rusa de 1921 desconoció el tratado de 1920 firmado con la Unión Soviética. La guerra de 2008 siguió ese patrón, buscando reconfigurar el orden internacional mediante la ocupación territorial, en un contexto donde las élites rusas percibían a Georgia como un vecino peligroso por sus aspiraciones democráticas y su orientación hacia Europa y la OTAN.
La escalada previa a la guerra incluyó embargos económicos, violaciones del espacio aéreo georgiano, lanzamiento de misiles y la instalación de fuerzas adicionales en regiones estratégicas. En julio de ese año, ejercicios militares rusos en proximidad a la frontera aumentaron la tensión, y la noche del 7 de agosto se produjo la invasión a gran escala. En cinco días, se registraron bombardeos en 53 pueblos, nueve de las 12 regiones georgianas fueron afectadas y se utilizó armamento prohibido en zonas civiles.
La violencia no se limitó al combate directo: se trató de un esfuerzo sistemático por controlar territorios mediante ocupación, presión militar y reingeniería demográfica. El impacto humanitario fue devastador. Medio millón de personas fueron desplazadas, pueblos enteros destruidos y los derechos fundamentales de la población georgiana fueron sistemáticamente violados: acceso restringido a educación en lengua materna, salud y libertad de circulación, secuestros y detenciones ilegales. Rusia mantiene bases militares, puestos de control y ejercita su presencia en Abjasia y Osetia del Sur, consolidando la ocupación y limitando el acceso de misiones internacionales de monitoreo. Las familias georgianas que permanecen cerca de las zonas ocupadas enfrentan barreras legales y de movilidad, y más de 800 de ellas han perdido acceso a tierras agrícolas esenciales para su subsistencia.
La justicia internacional ha reconocido la responsabilidad rusa. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos determinó severas violaciones masivas, desde asesinatos y torturas hasta impedimentos al regreso de desplazados. La Corte Penal Internacional emitió órdenes de arresto por crímenes de guerra cometidos durante la agresión rusa, confirmando que las violaciones del Derecho Internacional fueron sistemáticas y sostenidas. Aun así, a pesar de 64 rondas de negociaciones en Ginebra, la ocupación persiste y Georgia continúa enfrentando desafíos de soberanía y seguridad.
El país adoptó una política de doble vía: por un lado, demanda la desocupación efectiva de sus territorios, y por otro, promueve la reconciliación y el apoyo sostenido a la población afectada, fomentando contactos entre personas y manteniendo la participación activa en negociaciones internacionales.
En paralelo, la guerra expuso la necesidad de emprender un proceso de modernización militar y doctrinaria de la mano de socios estratégicos como Estados Unidos. Khandamishvili explicó que la defensa de Georgia se basó en dos ejes fundamentales desde 2008: la defensa antiaérea y la antitanque. La experiencia mostró que el daño más crítico provenía del aire, por lo que se adquirieron sistemas Stinger; y para detener incursiones de blindados rusos se incorporaron misiles Javelin. La frontera georgiana con Rusia es extensa y la adquisición de estos sistemas representó solo un primer paso, costoso y parcial, en un proceso de modernización continua que busca alcanzar los estándares occidentales.
El concepto central adoptado fue la defensa territorial. La participación de Georgia en misiones internacionales de la OTAN en Irak y Afganistán había generado experiencia militar valiosa, pero insuficiente para enfrentar agresores directos en el propio territorio. La defensa territorial implica preparar a las fuerzas armadas para proteger y mantener el control del espacio nacional, combinando inteligencia avanzada, sistemas antiaéreos, defensa antitanque y coordinación con aliados estratégicos.
La experiencia de Ucrania, según el embajador, reafirma estas lecciones. La guerra en curso mostró la importancia crítica de la inteligencia avanzada, que permite prever ataques casi diarios, y de los drones como armas puntuales y de bajo costo capaces de generar efectos estratégicos. Georgia está desarrollando capacidades propias en estas áreas, explorando el uso de inteligencia artificial y nuevos sistemas de vigilancia.
La colaboración internacional se ha intensificado: Georgia participa activamente en el Grupo de Ramstein, una coalición de más de cincuenta países que coordina apoyo militar a Ucrania, y en ejercicios multinacionales como Eagle Spirit, diseñados para mejorar la interoperabilidad y la capacidad de respuesta ante amenazas de alta intensidad.
El valor de la norma internacional complementa esta perspectiva. Para Georgia, la ley es un recurso de defensa y proyección de prosperidad: donde rige la legalidad surgen cooperación, mercados y estabilidad. La persistencia del territorio y la identidad nacional condiciona la defensa, la proyección de futuro y la soberanía de los Estados con menor poder relativo. La guerra de 2008 demostró que los conflictos no estallan de improviso: se incuban en campañas híbridas, bloqueos económicos, manipulación étnica y militarización progresiva. La defensa depende no solo de armas sofisticadas, sino de alianzas, inteligencia, prudencia estratégica y resiliencia social.
El embajador subrayó la importancia del contexto regional y europeo. La guerra de Georgia anticipó la vulnerabilidad de Europa, mostrando que la arquitectura de seguridad requiere atención constante. La planificación rusa, que comenzó años antes de 2008, evidencia que los conflictos de gran escala no surgen espontáneamente: se incuban en ciclos de presión diplomática, propaganda y acumulación de fuerzas. La experiencia georgiana revela que la ocupación y la imposición de independencias ficticias tienen efectos duraderos en la estabilidad regional, el desarrollo económico y los derechos humanos.
La vigencia de la soberanía, la importancia de la ley internacional, la resiliencia estratégica y la cooperación multinacional son lecciones que trascienden fronteras, ofreciendo un modelo para otros Estados vulnerables que buscan preservar su integridad territorial y proyectar su futuro en un mundo de conflictos híbridos y agresiones premeditadas. Georgia, umbral entre Asia y Europa, recuerda que la seguridad de un país pequeño puede convertirse en un punto de inflexión continental. Ignorar su experiencia implica repetirla.