Martín Bertone[1]
Introducción
Durante todo 2017, tuve el gusto de coordinar un taller de escritura creativa abierto a la comunidad, propuesto por la Secretaría de Extensión del Rectorado de la UNDEF. La materia prima es un texto original y la herramienta principal con la que se trabaja es la palabra. Por economía verbal o imprecisión, muchos cursos de este tipo se llaman talleres literarios; otros, talleres de escritura. En el primer caso, se cae en una ambigüedad; en el segundo, se brinda información incompleta. El nombre del curso debe ser claro, para que quienes asisten sepan con qué se van a encontrar.
Creo que la mejor manera de aprender a escribir es en un taller, rodeado de participantes con inquietudes similares, donde el docente funcione como un orientador y aproveche los saberes preexistentes. De esa manera, la dinámica que se genera en el curso permite aumentar la eficacia de lo aprendido. La idea no es dar una única respuesta a los problemas planteados, sino socializar las dudas y permitir aportes de los demás participantes para, en el mejor de los casos, alcanzar una solución o mejora colectiva.
Considero que los alumnos deben tener en claro que las correcciones, sugerencias y lecturas complementarias que propongo tras leer o escuchar uno de sus textos vienen de un lugar, de una experiencia de lectura y de escritura (que es tan válida como cualquier otra) y que no son caprichosas. A pesar de mis preferencias –que no oculto–, mi función como docente no es llevar a los alumnos hacia un estilo que sea de mi agrado, sino orientarlos en el camino hacia su propia voz.
El camino hacia la propia voz, como cualquier aprendizaje, es un proceso que varía según la persona. En ese proceso, tienen mucho que ver los conocimientos previos, las expectativas y el compromiso con la dinámica del taller. El grupo estuvo constituido por gente de diferentes procedencias y edades, lo que redundó en un intercambio provechoso por la diversidad de enfoques: dos periodistas, una camarógrafa y editora de video, una estudiante de Trabajo social, una estudiante de Traductorado Público de Inglés, una cineasta, un fotógrafo fugaz, una licenciada en Marketing, una profesora de Latín y Literatura, una estudiante de Letras, un veterinario, una licenciada en Publicidad, una delegada sindical. Varios de ellos son docentes (en todos los niveles) y los periodistas –una mujer y un hombre– conducen cada uno su programa de radio. Previsiblemente, este abanico de formaciones planteó diferentes expectativas respecto del taller.
“Poder escribir es un desafío personal, siempre tuve más relación con la lectura que con la escritura” (Aldana, 25 años[1]).
“El día a día provoca, desde hace demasiado tiempo, que relegue la escritura por placer en beneficio de la lectura” (Flavia, 41 años).
En ambos casos, la escritura es relegada por la lectura a un segundo plano. No es casualidad: si bien leer implica un esfuerzo de atención del lector, que varía según la complejidad del texto, la iluminación o el cansancio, el esfuerzo al escribir suele ser mayor. En un texto ajeno, la historia –por llamarla de alguna manera– ya está ahí, mientras que el texto propio, salvo casos de reutilizaciones literales, debe ser producido. De todas formas, la lectura es la contracara inevitable de la escritura: cuanto más leamos, mejor vamos a escribir.
“Las traducciones jurídicas suelen ser rígidas y estructuradas, y me interesó asistir al taller para practicar escritura y salir un poco de esa rigidez a la que estoy acostumbrada. Además, escribir en español me sirve para practicar el idioma y cuestiones de estilo y puntuación, que también sirven para mi futura vida profesional [como traductora pública]” (Mariela, 37 años).
En este caso, se plantea la cuestión de la rigidez de los textos técnico-jurídicos o formales, así como otra que está íntimamente ligada a ellos: su traducción. Debido a sus consecuencias administrativas y jurídicas, una traducción pública debe producir un texto con términos precisos, aunque no para obtener el mot juste al que aspiraba Flaubert[2], sino para cumplir su función principal: la fiabilidad. En España, los traductores públicos se llaman traductores jurados, en Francia assermentés y en los países anglosajones sworn: se trata de profesionales sujetos a pautas estrictas de desempeño profesional y que se comprometen con la precisión y fidelidad respecto del texto de origen. En este sentido, la traducción pública es lo opuesto a la traducción literaria: el margen para la creatividad es mínimo. Si se la permitiesen, y ello trajese consecuencias negativas para terceros, podría acarrear sanciones disciplinarias[3]. En cambio, sus colegas literarios pueden moverse con libertad. The catcher in the rye, de J.D. Salinger, cuenta con dos traducciones ya clásicas: una española (El guardián entre el centeno) y otra argentina, hecha por Borges (El cazador oculto)[4]. La idea de precisión subsiste, pero está vinculada a preferencias estéticas y, por ende, al gusto de quien reescribe.
El comentario anterior menciona también el estilo y la puntuación. El estilo es la voz, y cada voz es única. Las voces pueden imitarse, como ocurre con los estilos. Ese procedimiento se llama pastiche y, a menos que se utilice con fines humorísticos, no es ni más ni menos que un plagio y creo que no debe alentarse. La meta del taller es que cada participante consiga expresar lo que tiene en mente de la forma más clara posible y con sus propias palabras. La cuestión de la puntuación tiene dos aristas: la correcta y la “de autor”. Considero que debe dominarse el uso correcto (puntos, comas, comillas, guiones, signos de exclamación o de pregunta, etc.) antes de intentar formas menos ortodoxas. Para utilizar comas seguidas de mayúsculas en diálogos[5], prescindir de mayúsculas al comenzar las oraciones[6] o jugarle una pulseada al corrector de una editorial[7] y salir airoso, hay que ser Saramago, Bukowski o Cortázar.
“Llevo 25 años de docencia secundaria y hace muchos años que no escribo. Para mí, la posibilidad de acercarme al taller es siempre enriquecedora porque me permite pensar en la tarea de escribir, darme cuenta de lo difícil que resulta ser entendido o comunicar con claridad y, desde el grupo, me ayuda a saber de qué manera se puede colaborar para mejorar el trabajo propio y de los otros” (Rita, 49 años).
La claridad es una meta que nunca debemos perder de vista. En principio –siempre hay excepciones– hablamos o escribimos para ser entendidos. Eso no significa que nuestro objetivo se cumpla automáticamente. La comprensión depende tanto del emisor como del receptor. Quien toma la iniciativa de comunicar es responsable de la inteligibilidad de su mensaje. Cuando Ernest Hemingway era un joven periodista del Kansas City Star, tenía bajo el vidrio de su escritorio un papelito que su jefe de redacción les había puesto a todos los que trabajaban allí: Escriba con frases cortas y concisas. No se haga el artista[8]. Este consejo puede parecernos chocante, pero es muy efectivo. Adoptar una pose de “artista” o de “intelectual” no sólo dificulta el entendimiento, sino que puede generar aburrimiento, fastidio e incluso ser un pasaje de ida al reino de la ridiculez. Hay escritores cuya prosa fue irremediablemente barroca, como la de Alejo Carpentier, pero no hay duda de que sus estilos fueron auténticos.
“En esta etapa de mi vida, sentí que debía reactivar mi lado creativo y la escritura es algo me gusta hacer desde que estaba en el colegio. Por mis distintas disciplinas, el hecho de escribir siempre estuvo latente. Solía escribir guiones en la facultad, pero, más allá del formato, notaba que mis ideas para crear una historia tenían demasiada descripción. Y es por eso que sentí la necesidad de entrar en un taller como éste, para poder seguir desarrollando un estilo propio” (Agustina, 35 años).
Esta reflexión inicial apunta a la creatividad y a la extensión de los textos producidos. Más allá del formato o, si se quiere, del género, la forma de abordar una historia abre muchas posibilidades. Borges relató un mundo en poco más de 5000 palabras[9], mientras que Tolkien lo hizo en 3 libros (el último de ellos de 3 tomos)[10]; Umberto Eco dedicó varias páginas a describir una biblioteca medieval en El nombre de la rosa, mientras que Kafka pudo pintarnos el mundo absurdamente cruel de Ante la ley en una página y media. No hay consenso sobre cuál de ellos es mejor, y es bueno que así sea: sus estilos difieren tanto uno de otro que ese debate es un ejercicio estéril. Por suerte, podemos enriquecernos leyendo a todos ellos.
“Cuando me enteré de que en la UNDEF se haría un taller de escritura, me alegré mucho y rápidamente me inscribí. Lo cierto es que hacía tiempo que no formaba parte de un grupo y tenía la necesidad de superar mis bloqueos a la hora de escribir, y eso que lo hice desde muy pequeño y luego como profesional” (Facundo, 29 años).
El bloqueo es el principal desafío que encuentra quien se enfrenta a una página en blanco o, como dijo alguna vez Abelardo Castillo, a un cursor titilando. Esta sequía de palabras puede tener diferentes razones: excesivo perfeccionismo, miedo a no ser original, “vértigo” ante la primera frase, temor a hacer el ridículo, mala administración del tiempo que se vuelve parálisis. Pero también puede tener otras causas:
Si bien estoy enamorada de la carrera que elegí [Letras], ese bagaje de conocimientos y teorías inserto en mi cabeza puede funcionar como un bloqueo a la hora de sentarme a escribir. Es el patovica que en la puerta de los boliches dice quién entra y quién no. El problema no es la página en blanco o el miedo al gusto ajeno… El problema es la presión, la falta de juego, la ausencia de la libertad que la dimensión lúdica en un proceso creativo tiene. Es casi emocional (Andrea, 28 años).
Aquí se alude a la falta de libertad y de juego, dos características fundamentales que un taller de estas características debe tener para que funcione. Suelo repetir una premisa en la que creo fervientemente: esta experiencia tiene que ser algo grato, no una carga.
Hay muchos decálogos y consejos para escribir, como el ya canónico de Horacio Quiroga[11] o las Mínimas de Abelardo Castillo[12]. Si fuera tan sencillo, bastaría con darles a los alumnos las sugerencias de los maestros, fácilmente conseguibles en Internet, y esperar los resultados una semana más tarde. Como afirmó Umberto Eco, “Lo que hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y datos, sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones”[13].
Creo que es sirve más analizar la explicación de un escritor sobre los mecanismos de escritura de sus textos, como la de Cortázar y su Continuidad de los parques[14], la de Borges y su El otro duelo[15] o el desglose que hizo Edgar Allan Poe de su poema The raven[16]. En el caso de los consejos, se trata de advertencias que preparan el terreno antes de empezar a redactar; los análisis de textos versan sobre hechos consumados, desde un lugar de superioridad.
La forma de poner en marcha la creatividad es dándole a los talleristas disparadores de escritura. Deben ser propuestas lo suficientemente amplias –y, por qué no, ambiguas– como para no frenar los impulsos de los participantes. Si bien, en la gran mayoría de los casos, los alumnos eligieron expresarse en prosa, nunca se fijaron limitaciones de género, ya que la propia voz no sólo aparece en el estilo. Tampoco se establecieron límites a la extensión de los textos. El sentido común y el mismo grupo funcionaron como autorregulación del tiempo de lectura de cada uno.
La primera clase, les explicité las dos directrices que, a mi entender, resumen lo que espero de un texto: 1) sean claros y 2) cuéntenme una historia. Como ejercicio introductorio, para trabajar la claridad, les leí el brevísimo capítulo 68 de Rayuela, de Cortázar. Este párrafo tiene la particularidad de estar escrito en glíglico, un idioma inventado por él, que no impide la comprensión:
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
Pasada la sorpresa inicial del grupo, les pedí que “tradujeran” el capítulo al castellano. Previsiblemente, cada participante produjo una versión diferente, entre las que predominaron las interpretaciones sexuales. A título de ejemplo, transcribo la versión de Mariela:
Apenas él le acariciaba el cuerpo, a ella se le detenía el corazón y caían en abrazos, en salvajes besos, en suspiros exasperantes. Cada vez que el procuraba acariciarle las mejillas, se enredaba en su gemido quejumbroso y tenía que contenerse de cara a su cuerpo, sintiendo como poco a poco las mariposas volaban, se iban despertando, revoloteando, hasta quedar tendido como las rosas del edén al que se le han dejado caer unos pétalos de pana. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se acomodaba el cabello, consintiendo en que el aproximara suavemente sus labios. Apenas se encontraban, algo como un temporal los acechaba, los mojaba y sacudía, de pronto era el ciclón, la estridente música de las aguas, la fortísima sensación del viento, los destellos del relámpago en una oscura mañana. ¡Amor! ¡Amor! Suspendidos en la cresta del encuentro, se sentían convulsionar, sedientos y extenuados. Temblaba el firmamento, se vencían las almas, y todo se resumía en un profundo suspiro, en dobleces de finas gasas, en caricias casi crueles que los dominaban hasta el límite de las entrañas.
En esta primera actividad, se condensaron las dos directrices y el aspecto lúdico del taller. Además, sirvió como diagnóstico de la soltura de cada tallerista para desentrañar el sentido oculto o, mejor aún, para darle (¿devolverle?) sentido a un texto ya escrito. Ya estaban listos para producir un texto.
- El espacio áulico
Las clases comenzaron a dictarse en un aula de la Facultad de Defensa Nacional (FADENA), que comparte edificio con el Rectorado de la Universidad. Como la acústica no era buena, nos mudamos a la sala de lectura de la biblioteca de la FADENA, que nos proporcionó un ambiente más silencioso, rodeado de libros. El hecho de estar sentados alrededor de una mesa (en realidad, dos mesas que juntamos), nos permitió una mayor comodidad y favoreció la dinámica del grupo –ahora, todos se escuchaban con claridad–, lo que derivó rápidamente en una mayor interacción que enriqueció a todos.
Poco antes de la mudanza, tuve que presentar un libro de otra unidad académica en la Feria del Libro de Buenos Aires. Le propuse al grupo que viniera a la presentación y darles la clase allí, justo después. La idea fue bien recibida, así que el encuentro se desarrolló en el bar del stand de La Nación, muy cercano al de las editoriales universitarias. En esa ocasión, la clase se planteó como una clase abierta, es decir que se aprovechó el espacio abierto y la circulación de personas para invitarlas a participar.
Fue así que se sumaron tres personas que pasaban por allí. No sólo se les permitió escuchar, sino que se los alentó a dar su opinión, aunque no hubieran escrito nada. Uno de ellos, Julián, se sumó al grupo del taller dos semanas más tarde, y nos acompañó casi hasta fin de año.
Encuentro semanal en
la biblioteca de FADENA
Clase abierta en la 43a
Feria Internacional
del Libro de Buenos Aires
- Las consignas semanales
Siempre se trató de excusas para escribir. Por esa razón, se les planteó desde el principio que eran optativas: si no se les ocurría nada vinculado con la consigna, se los alentó a traer cualquier texto que les saliera, incluso a reflotar textos viejos. A su vez, las propuestas eran lo suficientemente abarcativas como para permitir su libre interpretación y no detener a aquellos con un impulso de escritura incipiente. A título de ejemplo, algunas de ellas: los primeros síntomas, un cuento de fantasmas, soy leyenda, ellos y nosotros, fin de fiesta.
En ciertos casos, la idea era sacar a los talleristas de su zona de confort –la autorreferencia–, como ocurrió con la consigna “Probé carne de minion”. Este disparador planteó varios desafíos según los perfiles: Agustina (35 años) es vegetariana, Flavia (41 años) es periodista y tenía una tendencia a escribir sobre cosas que (le) sucedieron y Julián (60 años) no sabía qué era un minion. Como era de esperar, los resultados fueron variados. Un texto que rescato por su originalidad es el de Andrea (28 años), a quien le bastó media página para presentar un cuento redondo e incómodo: la confesión, en primera persona, de un pedófilo recién llegado a la cárcel.
Otro objetivo fue demostrar que cualquier tema es bueno para escribir. Por ese motivo, le propuse una vez al grupo la consigna “Tema: la vaca”, frase hecha que forma parte de nuestra cultura popular. Superado el escepticismo reflejo, aceptaron el juego. Volvieron a la semana siguiente con textos que mostraron diferentes enfoques: la espiritualidad en la India (tono serio), el monólogo interior de una vaca que ignora que está en el matadero (tono humorístico), la venganza colectiva de un grupo de presos, cuya “vaca” fue robada por otro, que escapó de la cárcel (uso de la polisemia).
- Corrección y puesta en común
Cada tallerista leyó su texto en voz alta frente a sus compañeros. Para poder corregir la ortografía, sintaxis y puntuación de los relatos en tiempo real, les pedí que trajeran una copia para mí. La segunda etapa fue la puesta en común de los errores o ripio del texto y someterlos a la opinión de los demás. Mi función fue entonces moderar los aportes del grupo, porque el objetivo era aprovechar las diferentes opiniones, “medir” el texto ante un público reducido e involucrado y potenciar, con el intercambio, su eficacia narrativa. Con mi orientación, los participantes evaluaron formas de comunicar mediante la detección de ciertos elementos rectores:
¿HAY UNA HISTORIA? (ANÉCDOTA),
¿SE ENTIENDE LO QUE X ESTÁ CONTANDO? (CLARIDAD),
¿SOBRAN PALABRAS EN ESTA FRASE/PÁRRAFO? (ECONOMÍA VERBAL).
También se reflexionó sobre el remate de los textos o los títulos elegidos, y se sugirieron alternativas cuando la lógica interna del relato las necesitaba. Salvo los errores evidentes de ortografía, sintaxis y puntuación, las discrepancias en las devoluciones fueron siempre bienvenidas. Cada voz es única y no debe discutirse, porque creo que no hay una mejor que otra, sino diferentes capacidades expresivas. Por esa razón, todo cambio —se aclaró desde el principio— fue siempre una sugerencia, que podía ser aceptada o no por los autores. En muchas ocasiones, los relatos presentados se relacionaban con otros de escritores consagrados o se favoreció un análisis más profundo mediante la lectura de textos teóricos complementarios. Las dos horas de cada encuentro solían ser insuficientes para abordar todo el material que podía generar cada lectura grupal. Este fue el uno de los motivos por el que se creó un grupo cerrado del taller en Facebook.
- La modalidad virtual
El grupo cerrado permitió completar las ideas propuestas en cada clase. Por ejemplo, en el segundo encuentro, uno de los participantes manifestó que solía escribir poesía, pero que asistía al taller para ver si podía empezar a escribir prosa. Enseguida, una compañera suya preguntó cuál era la diferencia entre ambos géneros. Inmediatamente, pensé en “Verso y prosa”, capítulo de El arco y la lira, un ensayo de Octavio Paz que explora el fenómeno poético. Al día siguiente, subí el texto al grupo, para que estuviera a disposición de todos. También subí notas periodísticas sobre autores o lanzamientos de libros, videos con entrevistas a escritores y memes vinculados a la literatura. En una ocasión, después de reflexionar sobre la necesidad de corrección de los textos, les recomendé la película Pasión por las letras (Genius, 2016), con Colin Firth y Jude Law, que había visto en Netflix. La película narra la turbulenta –y productiva– relación entre el escritor Thomas Wolfe y Max Perkins, su editor. Subí al grupo el trailer de la película y el debate iniciado en clase siguió en los comentarios a mi posteo. Con los días, el intercambio no se limitó a responder a material que yo subía, sino que los talleristas empezaron a compartir sus lecturas, textos que les parecían interesantes o sus dudas respecto de las consignas. Ese fue el caso de Gisela (36 años):
Hola a todos.
Aprovechando que tengo que escribir, y que ya estoy en la instancia «Ansiedades de una hoja en blanco y 400 borradores tachados», abro la nueva sección,
#TipsDeViernesLiterarios
Les planteo mi situación actual:
«Tengo que escribir mientras sumerjo la mirada en un rincón lleno de pelos acumulados de mi gato.
También suelo escuchar el mínimo crujir del placard -creo que le falta WD-40, me dije a mi misma- y sigo sin hilvanar tres palabras.
No se me ocurre nada,
Atte.
¡Soy un desastre!»
Llamo a las preguntas:
- ¿Escuchan música cuando escriben? ¿Qué tipo? ¿Les ayuda?
- ¡Por Dior…! (en alusión a la creadora de la frase)
¿Alguna técnica para mejorar la concentración?
La otra función del grupo cerrado de Facebook fue darles a los ausentes la consigna o permitirles subir su texto al grupo si no podían asistir a la clase siguiente. Yo corregía sus producciones y las volvía a postear para que el grupo lo pudiera ver, remedando el acto de escucha colectivo. Este espacio fue útil para Bianca (29 años), que se mudó a Bariloche cuando promediaba el segundo módulo. De esta manera, ella pudo seguir conectada con el grupo y compartir algunos de sus textos, hasta que decidió no seguir. La modalidad también fue de utilidad para Facundo (30 años), que tuvo problemas de horarios durante algunas semanas. El grupo de Facebook lo ayudó a seguir en contacto con sus compañeros y a mandar sus textos, hasta que pudo retomar la cursada.
- Los resultados
A continuación, resumiremos algunos de los cambios positivos en el grupo, agrupándolos según los elementos más relevantes en cada evolución.
Aldana (25 años) empezó escribiendo textos breves que vacilaban entre el ensayo y el cuento, y que presentaban algunas ambigüedades en la estructura narrativa o en ciertas oraciones. En pocas clases, sus cuentos empezaron a mostrar giros inesperados en el final. Aldana descubrió y explotó con éxito la revelación, que pronto se volvió su marca.
Agustina, (35 años) tenía problemas para hacernos entrar en la historia que estaba contando. A veces, le llevaba media página introducir una situación que se podría haber presentado en una frase. Esto llevó incluso a que tuviera que interrumpir la lectura de uno de sus textos para ceder la palabra al siguiente tallerista. Con las clases, fue acortando los preámbulos, lo que le dio mayor impacto a sus cuentos. Ella emprendió un camino en busca de la brevedad. Bianca (29 años) tenía el problema opuesto: sus textos eran demasiado cortos. Como vi que se le hacía imposible ampliarlos, le propuse que se concentrara en hacer de sus microtextos verdaderos mecanismos de relojería. Para ella, la dificultad se trasladó a la estructura y al valor de cada palabra. Hasta que se despidió del grupo, sus experimentos con la brevedad habían dado buenos resultados.
Los primeros textos de Flavia (41 años) eran muy hablados: abundaban los diálogos y escaseaban las descripciones. Clase a clase, sus cuentos fueron encontrando el equilibrio entre ambos, lo que produjo narraciones más atractivas.
A Mariela (37 años) le costaba expresar ciertas cuestiones sin pudor, quizás por miedo a que pensáramos que ella era o pensaba así. A medida que se fue sintiendo cómoda y que vio que la ficción permite expresar cosas que no necesariamente sentimos o sostenemos, comenzó a florecer. En su camino a la libertad, llegó incluso a contar una relación adúltera (y ninguno de nosotros creyó que fuera una confesión).
La participación en las clases le permitió a Facundo (30 años) retomar un viejo proyecto suyo: escribir una novela. Desde su regreso al taller, sus textos fueron capítulos del libro que situó en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Él se enfocó en la continuidad. Poco después, Flavia hizo lo mismo, y comenzó a traer capítulos de una novela postergada durante años, protagonizada por Bárbara –su alter ego–, cuyos capítulos hacía coincidir con las consignas.
Es indudable que se registró una evolución en todos los participantes. Ese avance estuvo íntimamente ligado a su permeabilidad respecto de las observaciones del docente y a las de otros integrantes del grupo, así como a la voluntad de los talleristas de volcar las correcciones en sus textos para presentar una segunda versión de ellos.
Como resumió lúcidamente Marcelo Di Marco, la escritura tiene dos fases: volcánica y quirúrgica. La primera es el producto de un transvasamiento de la mente sin o con poco filtro: una catarsis. La segunda etapa implica volver al texto y corregirlo. En esa revisión, seguramente va a haber que acortar, limar, extender o desplazar palabras, frases o párrafos enteros. Luego de ese proceso aparece lo que llamamos literatura. A veces, los talleristas venían a clase con un texto que no había pasado de la fase volcánica. Se los alentaba a leerlo a pesar de ello y, en la mayoría de los casos, el autor encontró soluciones para el ripio, la imprecisión o los baches, por sí solo o acompañado por el grupo.
En sus Mínimas, Abelardo Castillo sostuvo que “Nadie escribió nunca un libro. Sólo se escriben borradores. Un gran escritor es el que escribe el borrador más hermoso”[17]. Borges dijo alguna vez que publicaba sus textos para dejar de corregirlos. Cuando le preguntaron a Ricardo Piglia[18] cuáles eran las cualidades más importantes en un escritor, Piglia fue categórico: “[ser] el mejor artesano, esto es, aquel que conoce mejor que nadie la técnica: en este nivel un escritor nunca será suficientemente consciente”.
[1] Director general de política editorial (Universidad de la Defensa Nacional). Director de UNDEF Libros desde su creación, en 2017.
Bibliografía
Borges, J. L. (2014). El aprendizaje del escritor, Buenos Aires: Sudamericana.
Calvino, I. (1994). Seis propuestas para el próximo milenio. Madrid: Siruela.
Castillo, A. (2000). Ser escritor. Buenos Aires: Seix Barral.
Cortázar, J. (2013). Clases de literatura. Berkeley 1980. Buenos Aires: Alfaguara.
Flaubert, G. (1998). Correspondance, edición de Bernard Masson, Colección Folio classique (n° 3126). París : Gallimard.
Di Marco, M. (1997). Taller de corte y corrección. Buenos Aires: Sudamericana.
Poe, E. A. (1846). Filosofía de la composición. Filadelfia: Graham’s Magazine, abril de 1846.
Quiroga, H. (1993). Los “trucs” del perfecto cuentista y otros escritos. Buenos Aires: Alianza.
Sáenz, D. (2004). Cómo ser escritor. Buenos Aires: Longseller.
[1] La edad de los participantes es la que tenían en 2017.
[2] En Correspondance.
[3] Ley 20.305, que reglamenta el ejercicio de la profesión, artículos 20 y ss. http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/190000-194999/194196/norma.htm (consultado el 19/9/2024).
[4] https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-traductor-traicionado-nid331352/ (consultado el 19/9/2024).
[5] Recurso utilizado por José Saramago en Ensayo sobre la ceguera, entre otras novelas.
[6] Recurso utilizado por Charles Bukowski en Escritos de un viejo indecente (1994). Barcelona: Anagrama.
[7] Cortázar explica su forma de poner comas, que responde a un fraseo vinculado al jazz, en Cortázar de la A a la Z. Un álbum biográfico (2014). Buenos Ares: Alfaguara.
[8] Citado por Marcelo Di Marco en Taller de corte y corrección.
[9] Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, publicado por primera vez en la revista Sur (número 68, mayo de 1940), luego en El jardín de los senderos que se bifurcan (1941) y finalmente en Ficciones. Buenos Aires: Sudamericana (1944).
[10] El Silmarillion (1977), El Hobbit (1937) y El señor de los anillos (1954-1955): (La comunidad del anillo, Las dos torres y El retorno del rey).
[11] En Los “trucs” del perfecto cuentista y otros escritos.
[12] En Ser escritor.
[13] http://www.lanacion.com.ar/910427-de-que-sirve-el-profesor (consultado el 13/12/2017).
[14] En Clases de literatura. Berkeley, 1980.
[15] En El aprendizaje del escritor.
[16] Su célebre Método de composición, en http://ciudadseva.com/texto/metodo-de-composicion/ (consultado el 7/11/2017),
[17] En Ser escritor.
[18] Historia de la Literatura Argentina (1982). Volumen 6. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
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